Artículo 5



EDITORIAL
Civilización o barbarie
¿De quién es la culpa?¿Del chancho o del que le da de comer?

Les humanes, el producto más acabado de millones de años de evolución. También, un mono recién bajado del árbol. A partir de estas al principio pequeñas diferencias las especies se van diferenciando.
Hoy, con miles de años de civilización a cuestas, es imposible seguir considerando con un falso humanismo igualitario las evidentes disparidades entre les humanes y las baratas. Porque la oportunidad civilizatoria fue similar para todes y es evidente que no todes contaban con las herramientas para aprovecharla.
Por siglos consideramos que había que facilitar el acceso a dichas herramientas a todos los descendientes de esos simios cazadores, egoístas y tribales. Que eso era “lo humano”. Billones de unidades monetarias de la denominación que prefieran se gastaron en eso: educación, subsidios, beneficios y políticas buscando “la igualdad”.
El esfuerzo se hizo y es encomiable, a pesar de que deberíamos haber aprendido realmente lo que nos enseña la Naturaleza, a las que nos deleitaba pintar como despiadada para justificar nuestros esfuerzos en contra del orden de las cosas. Esa lección es que no importa lo que hagamos o dejemos de hacer, somos producto de una evolución que avanza inexorable y amoral por caminos claros hacia un desarrollo creciente de formas de vida más complejas, más eficientes, más adaptadas a un universo cambiante que, paradójicamente, se mueve por estas reglas fijas que llamamos leyes.
Pero no aprendimos buenamente sentados en un aula. Aprendimos a la fuerza. Hoy mismo estaríamos empantanados en ese imposible ideal de la “igualdad” si no hubiera sido por el surgimiento de las baratas, producto de nuestra propia hubris.
Porque no se puede definir de otra manera a nuestra fe inclaudicable en la posibilidad de superar cada día los obstáculos aplicando nuestro intelecto o nuestro conocimiento colectivo. Eso nos ha llevado varias veces al borde de la extinción por mano propia, pero nunca la amenaza fue tan concreta como cuando se produjo la NanoConcatenación.
El mismo ingenio que nos permitió diferenciarnos de los animales y convertirnos en la especie dominante nos volvió débiles. La misma tecnología que permitió que al fin los que representaban el pináculo de la evolución se liberaran de las cadenas de la enfermedad, nos puso a merced de los otros ganadores de la carrera evolutiva, los que siguieron el camino de la simplicidad, los microorganismos.
Las bacterias que diseñamos para sanar al planeta también evolucionaron: primero adaptándose al agua dulce y de ese modo alcanzando el acceso a nuestros cuerpos; luego adaptando su dieta al plástico que encontraron adentro nuestro. Porque en nuestra carrera contra la enfermedad y la vejez nuestro principal enemigo fue nuestro propio aspecto animal, que corregimos a base de implantes y nanobots. Estos últimos, nuestra línea de defensa definitiva, tan eficientes en la lucha contra los elementos ajenos a nuestros débiles cuerpos, se convirtieron en el talón de Aquiles de nuestro linaje superior, volviendo ineficaz la más perfecta maquinaria interna de nuestro organismo, a la par con el sistema nervioso: el sistema inmunológico.
El sistema nervioso es autoconsciente y, por ende, virtualmente se puede identificar con nuestro “yo”, así que históricamente ha opacado al sistema inmune, que probablemente lo supere en complejidad, pero, sobre todo, como sistema de reacción ante el entorno. Una reacción eficaz y de características altamente evolutivas, que depende enormemente para desarrollarse correctamente del estímulo externo y el aprendizaje de nuevos modos de adaptación a las condiciones con las que el organismo interactúa.
Así como el desarrollo de la cultura europea en un entorno en que las plagas en ciudades tapadas por la mugre fortalecieron nuestro sistema fue clave en la posterior difusión de la civilización por individuos inmunes, pero portadores de plagas que diezmaron culturas más débiles, la situación se revirtió con la NanoConcatenación y la Nueva Especie que estaba surgiendo del barro primordial de la vieja Humanidad casi se extingue por la presión de las baratas, las hordas de la Vieja Especie, inferiores en todo, con sus cuerpos primordiales y su cultura atrasada, pero, paradójicamente, esta vez con su sistema inmune adaptado a los millones de pestes que pululan por el planeta.
La mera existencia de las baratas es otro ejemplo de la mal entendida “humanidad”, un error que recién ahora, cuando les humanes estamos con la espalda contra la pared, nos atrevemos a corregir.
Porque las baratas han inventado una ideología que afirma que el proceso que nos ha llevado a la Nueva Especie es un producto de privilegios y no un derecho derivado de la ciega evolución, que no hace diferencias, pero no perdona los errores. Las baratas, marcadas por los errores del pasado, transmitidos genética y meméticamente entre los suyos, se consideran iguales a les humanes. Y algunos humanes aún lo creen así, con una culpa sólo entendible como resabio de la moral moribunda de la Vieja Especie.
Como los viejos humanos de las películas de antaño, estamos con la espalda contra la pared y la horda de zombies, las baratas, sólo buscan nuestro cerebro o contagiarnos para ponernos a su nivel. Como en esas películas, nuestra única opción es desenfundar el machete y cortar cabezas.

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