Inmaculada




(Publicado originalmente en la página de ciencia ficción y fantasía NGC 3660)


Miró hacia arriba y vio como la aurora ya iluminaba los picos nevados de Elande. A sus espaldas, por donde el sol asomaba sobre las cumbres del otro lado del valle, podía adivinar los reflejos de luz sobre el agua, el Marnovo.

La choza de su abuelo, el dies de la tribu, ya estaba en pleno día cuando llegó. Era la construcción del pueblo ubicada a mayor altura. Miró hacia su casa al pie de la montaña y aún permanecía a oscuras. Paseó los dedos por el valioso collar de fragmentos plásticos que llevaba puesto y corrió la cortina.

Apenas entró, el olor acre del vómito le hizo taparse la nariz con los dedos. No le costó encontrar a su abuelo, durmiendo la mona tirado debajo de su hamaca. Nunca faltaba la provisión de bebidas para los rituales.

Estaba todavía a años de su iniciación en los misterios, que se transmitían de abuelos a nietos desde el comienzo del Ciclo Caliente. Pero era su obligación ir todos los días, al amanecer, a la casa del chamán a aprender.

Se acercó al centro del recinto, donde colgaba el sidí, el objeto más sagrado del pueblo. Lo acarició con respeto, maravillado por esa cualidad extraña de las cosas de la Era Fría de parecer varias sustancias a la vez: plástico al tacto y metálico a la vista, era un disco con un agujero en el centro de un color entre plateado y dorado, que mirado al sesgo por uno de sus lados, parecía reflejar el arco iris.

Contenía la Palabra de Dios y Lo mostraba en Acción en su mejor Forma. Por lo menos así decía su abuelo, que pasaba horas de contemplación frente al altar, un rectángulo de plástico vertical con una base de lapacho oscuro. Para la oración, se colocaba el sidí en una depresión tallada en la madera, donde calzaba justo, un poco al frente de un pequeño fuego, el lado reflectante hacia arriba, proyectando las caprichosas figuras de las llamas en el rectángulo plástico sobre él.


Volvió a mirar al viejo que roncaba desacompasadamente. Calculó que tenía unas horas para ir a jugar a la pelota con los chicos del pueblo, algo que disfrutaba más aún al saber que como chamán ya nunca volvería a hacerlo. 

Porque cuando le tatuaran el palo y el huevo en la espalda, el símbolo de Dios, el Dies, y bebiera la chicha ceremonial, debería vivir honrando el mantra que su abuelo repetía durante horas en trance frente al altar: «La pelota no se mancha».

Pero faltaban unos años para eso y, quién sabe, las cosas podrían ser de otro modo.

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