La otra mejilla



(Publicado originalmente en la página de ciencia ficción y fantasía NGC 3660)




Terminó de leer la carta manchada de barro y la guardó en el bolsillo interior de su parka, junto a tantas otras de los últimos meses.

—Me protegen de las balas —les decía a los que le preguntaban por el notorio bulto en su pecho.

Cada cual tenía su propio fetiche o ritual para sobrevivir en la trinchera. Todos mostraban su ineficacia tarde o temprano.

Era una hora relativamente calma, la del almuerzo. Tanto ellos como el enemigo tenían que llenarse la panza y esa pequeña tregua se volvió una de las costumbres de la guerra, afianzada por la práctica de años. Sólo algún centinela aburrido le disparaba a alguna sombra o a alguno de los pocos bronels salvajes que aún se atrevían a tomar sol en la tierra de nadie.

Arcuar llegó con dos cuencos de lata humeantes en el frío mediodía del sexto día del quincuagésimo mes del cuadragésimo año de la Guerra Santa.

La sombra del Compañero desaparecía y la del Sol se acortaba considerablemente en esa época del año.

—¡No lo puedo creer! ¡Me los dieron calientes! ¡Y hasta me parece ver que tienen carne de burrel flotando!

—Eso no puede ser buena señal —le contestó Dumar, aceptando su comida, mientras rebuscaba los cubiertos en su morral.

Comieron rápido, casi sin masticar, aferrados a sus cuencos con algo muy parecido a la furia. La certeza de la desgracia empañaba el disfrute de la comida caliente, incluso sabrosa. Ya estaban desacostumbrados a estos detalles, pero los añoraban de tiempos mejores, cuando eran civiles y la guerra era algo que hacían los otros. Dumar colaborando con el esfuerzo militar desde su posición de maestro de escuela, Arcuar como linotipista en un periódico local. Pronto ese aporte no fue suficiente excusa para alejarlos del frente de batalla. Cuando jóvenes, sufrieron la vergüenza de no alcanzar el nivel físico mínimo para entrar en el ejército. Pero cada vez quedaba menos gente apta para combatir y empezaban a rascar el fondo del barril demográfico. No era inusual encontrarse con chicos de quince años en las trincheras, y se rumoreaba que estaban volviendo a llamar a veteranos de los Primeros Choques, hombres de más de cincuenta años.

Empezaba la hora de la siesta. Los altoparlantes de ambos bandos chirriaban antes de eructar las consignas que procurarían mantener despierto al enemigo. El objetivo era convencerlo para que abandonara su herejía, pero principalmente perturbar su satisfacción por estar repleto, somnoliento y al sol. Que los que estaban más cerca del estruendo fueran la propia tropa parecía no interesar a los genios del Cuerpo de Propaganda.

En ese estado fue que Arcuar empezó la charla, mientras armaba un pipa de jiriel.

—Si fuéramos a atacar por la mañana, nos habrían dado una buena cena...

—Sí... Es lo que estaba pensando. Creo que quieren atacar a la tarde, cuando los guritas están pesados y embobados después de masticar el duruti de sus rituales...

—No me parece tan mala idea... —Arcuar se recostó sobre una caja de municiones, aspirando una primera bocanada.

—No, para nada. Es el momento en que son más vulnerables, irónicamente, por estar más cerca de Gurún —dijo Dumar, con una torva sonrisa. También se acomodó contra los bultos embarrados que llenaban la trinchera y comenzó a desarmar su fusil—. Hay que admitir que los rituales de Gurún al menos son divertidos.

Arcuar se rió, atorándose con el humo. Era parte de la propaganda oficial acorita el mostrar esos rituales como orgías desenfrenadas. Tanto él como Dumar venían de Kulluk, dónde convivían con una importante comunidad gurita. Sabían que simplemente mascaban duruti y se entregaban a una ensoñación vespertina para entrar en el Kilama, un estado mental que los ponía en contacto directo con la Comunidad, el conjunto de mentes de todos los guritas en el momento de la oración. No había sexo salvaje ni degustación de infantes.

Los parlantes terminaron con los chirridos. Unos segundos de silencio y la voz modulada de una locutora empezó la perorata con el usual estribillo:

—¡Abandonen la trincheras y únanse en la Verdad! ¡Karinak los recibirá como hermanos en la Fe! ¡Hermanos empezamos el Tiempo! ¡Hermanos lo terminaremos!

Se hacía imposible escuchar la distorsionada versión que venía de los altavoces guritas, pero podían imaginar que sería muy similar: Gurún y Karinak eran hermanos, hijos de Zuluk el Negro, Rey de lo Increado, y de Talima, Matadora de Monstruos. Los dos dioses-guerreros más poderosos, que bajaron al Mundo para concebir como mortales las catorce razas de los Vivos (y las seis de No-Muertos, pero muy pocos mencionaban eso). El Libro del Final decía que cuando los hermanos se unieran nuevamente, el Fin del Universo sería alcanzado: una eternidad de Paz y Armonía.

Hoy, los Vivos se dividían en los seguidores de Gurún, místicos que alcanzaban el éxtasis a través del duruti, la raíz mágica del Árbol de la Vida, y los creyentes en Karinak, los Guerreros Sagrados.

En la trinchera, muy pocos se sentían sagrados. Ni siquiera especiales. Las balas mataban a devotos y descreídos por igual.

—En las trincheras no hay ateos... —dijo Arcuar, exhalando por última vez el humo dulzón. Limpió y guardó la pipa con la misma meticulosidad con que Dumar terminaba de armar su fusil.

—Si todos fuéramos ateos, o menos fanáticos, no habría trincheras.

Arcuar se rió, mientras empezaba a limpiar su arma él también.

—No sé... Los vivos parecen tener la necesidad de creer en algo. Creo que es más común encontrar ateos que creen con fe inconmovible en la inexistencia de los Dioses, que tipos que simplemente no crean...

—Es verdad —Dumar sacó dos sucias bolitas de algodón de uno de sus numerosos bolsillos y las sopló un poco, en un inútil intento de limpiarlas.

—No sé... Me parece que lo que se necesita es una religión de paz, más que la ausencia de religiones.

Dumar notó que su compañero estaba en la disposición de charla filosófica y, resignado, guardó los algodones.

—No existe una religión de paz. Nuestra religión afirma que habrá paz y armonía al Final de los Tiempos. Mientras haya Tiempo, habrá guerra. Es el orden natural de las cosas.

—Sí, ya sé... Y ambas religiones son coherentes en eso. Ambos dioses son guerreros e hijos de guerreros. Talima no era precisamente una mujer tierna.

Dumar lanzó una carcajada. Burlarse de los dioses en momentos como esos no parecía muy sabio, pero era una forma excelente de descargar tensiones. Su camarada continuó:

—Todo esto no deja de ser absurdo... Venimos de lo mismo y vamos a lo mismo... Siento que peleamos por algo con tan poco sentido como guerrear porque vos tengas los ojos rojos y yo amarillos.

—Te entiendo. Comparto mucho de lo que decís. Pero no existe una religión de paz. No en este mundo.

—Habría que inventarla. Si la hubiera, podríamos usar toda la energía que ponemos en guerrear en cosas mucho más interesantes. ¡Podríamos vivir haciendo el amor! —se entusiasmó Arcuar.

—¿Estás seguro que no quemaste duruti en tu pipa? —le preguntó Dumar, socarronamente.

El soldado palmeó el estuche de su pipa a través de la tela de su uniforme, con una sonrisa satisfecha.

—En nuestras religiones nos pintan como doriks. El vivo es el dorik del vivo, como dijo Utafun. Se necesita una religión de paz, de burrels. Inofensivos... Que nos enseñe a ser buenos con el otro y que haga que la bondad sea más importante que la espada —sacudió la cabeza, insatisfecho—. Ni siquiera existen palabras en nuestro idioma para definirlo...

Un estafeta corrió hacia ellos y les dio las órdenes: prepararse para atacar en tres horas. Tres toques de durrban indicarían el inicio de la maniobra. Su objetivo sería una loma justo enfrente de su posición. Tenían aún un buen rato antes de entrar en acción otra vez..

Dumar volvió a sacar los tapones de algodón y se los puso. Arcuar se quedó sentado, la mirada perdida en la barrosa pared de enfrente, acariciando distraídamente el bulto del estuche de su pipa.





El sacudón despertó a Dumar. Arcuar ya estaba listo y faltaba muy poco para el inicio de la maniobra. Se preparó rápidamente y se tendió al lado de su amigo a esperar el sonido penetrante del durrban.

—¿Sabés que soñé? —le preguntó a Arcuar—. Soñé un mundo donde las religiones de guerreros habían desaparecido y había muchas religiones, pero todas de paz.…

—Un mundo sin guerras... —le respondió soñadoramente.

—Sí... Un mundo en el que un sabio pregonaba que si te pegaban en una mejilla, debías poner la otra.

Arcuar rió estrepitosamente.

—Ya decía mi abuela que dormir con la tripa llena no era bueno...

El durrban sonó estentóreamente y salieron corriendo a enfrentar el fuego enemigo, como tantas veces en los últimos tiempos.



Buenos Aires, 2008/2009

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