Al final de la cuarta luna del año del Dragón, en un atardecer nublado, Unskar encontró la piedra.
Era una piedra igual a cualquier otra, o por lo menos eso parecía. Los Dioses Santos, en su inescrutable sabiduría, habían hecho de la piedra uno de esos extraños seres mágicos que equilibran el Universo.
No era grande: cabía en el puño de un niño de dos años, y Unskar la tomó del suelo con otros guijarros con la única intención de pegarle un buen sacudón al gato de su vecino.
Unskar no tenía más de cinco años y apedrear al gato del vecino era prácticamente su única ocupación de carácter regular. En la villa en que vivía la sequía había provocado ya tres hambrunas, haciendo del gato un auténtico sobreviviente. Como Unskar, que fue más fuerte que sus seis hermanos y su madre.
Fue criado por su padre, un hombre rudo que consiguió que se hiciera aún más fuerte. Fuerte y bruto como un animal de carga.
Así, tirarle piedras al gato era uno de sus pasatiempos más benignos, si esta palabra es aplicable a cualquier actividad que Unskar realizara.
Pero encontró la piedra. O, mejor dicho, la piedra lo encontró. Un ser tan poderoso no puede ser arrastrado por otro destino que no sea su propia voluntad. Y la voluntad de la piedra estaba forjada por los millones de conciencias.
Unskar sólo había sido consciente los últimos tres años de su vida y su férrea voluntad no podía ser quebrada más que por la dureza de eones de la piedra.
La piedra lo encontró.
No fue algo espectacular, sino más bien simple, lleno de un indefinido sentimiento de tristeza, tal vez resabio de una sensación impresa por los Dioses Santos en el alma de los Hombres Originales, con un designio igualmente inescrutable al de la conciencia del ser pétreo.
El acto de lanzarla desencadenó la más bella paz de espíritu que jamás niño alguno hubiera sentido. En el momento en que se separaron sus dedos de la rugosa superficie de la piedra, Unskar murió.
La piedra espantó al gato, que se trepó al árbol más cercano. Ahora el ser de piedra yace bajo un arbusto cerca de la casa del vecino, endurecida aún más por la brutalidad del corazón de un niño rubio que se enfriaba a menos de cinco metros de ella.
Espera el corazón que la libere. Tal vez espere por siempre. Sólo los Santos Dioses podrían saberlo... Y hay que ver si lo saben.
Ariel
1997
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